También descubrió —y era grave— que los animales tenían mejor olfato que él. Encontró un buen aliado en los arbustos perfumados, como el laurel y el mirto: escondiéndose tras ellos, podía acercarse a sus presas sin que lo descubrieran. Aprendió también que esos arbustos no siempre estaban cerca de sus presas, y quizás empezó a desgarrarlos y a llevarlos consigo para camuflar su olor. Entonces se dio cuenta de lo incómodo que era y se puso creativo. Empezó a triturarlos y macerarlos, los mezcló con grasa y creó un ungüento para untar su cuerpo. Fue la primera vez que el hombre se perfumó.
En los últimos años estamos redescubriendo la importancia de la relación entre el hombre y la naturaleza. Habíamos perdido la conciencia de ella y la naturaleza nos ha pasado factura. Sin embargo, ya en la maravillosa historia bíblica del Jardín del Edén se hablaba de esto: Dios creó el cielo y la tierra, una obra extraordinaria, y se la confió al hombre, advirtiéndole que podía disfrutarla, pero que tuviera cuidado porque no todo le sería concedido. Eva, para compartir el placer con Adán, transgredió y cogió la manzana para probarla con él. Si se hubieran limitado a olerla, habrían compartido el placer y la historia habría sido diferente. Una cuestión, quizás, de equilibrio y olfato. Así fue como el hombre se encontró en las cavernas, teniendo que lidiar con la naturaleza y, en particular, con los animales. Tuvo que defenderse de los feroces, a los demás tuvo que cazarlos para alimentarse. Pronto comprendió que el desafío radicaba en los olores, y quien primero oliera al otro tenía ventaja.
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